La ironía globalizada
Sostiene John Ralston que todo aquello que prometió la tan aplaudida globalización no ha aportado otra cosa más allá de la ironía. Los hechos parecen darle la razón a uno de los principales pensadores de la era moderna cuando desmonta sin cortapisas el papel de los políticos en la sociedad actual. Non anda ni mucho menos lejos teniendo en cuenta que la principal labor de los supuestos gestores de nuestros destinos rozan más la intención de hacernos creer que todos los demás somos estúpidos y que solo ellos poseen la inteligencia. Lo cierto es que, pese a que las recetas impuestas hasta el momento para solucionar la crisis económica, tanto en la óptica internacional como en la propia de cada país, no han hecho más que fracasar, se continúa haciendo lo mismo. La globalización, que tanto se esgrimió por ejemplo como eje del fomento de la competencia o de renovación del capitalismo, pende más que nunca de los oligopolios y del mercantilismo más estricto. Los hechos demuestran la inconsistencia del fracaso continuado, en especial porque desde el conjunto de la sociedad se tiene cada vez más la impresión, y sobre todo la abrumadora seguridad, de que ni ellos mismos saben a dónde van o qué resultado aportará lo que hacen.
El ejemplo de las ayudas a la banca es más que consistente tomando como referencia el hecho de que solo sirven para salvar entidades en quiebra y que la aportación a ellas destinadas no repercute en absoluto en el consumidor, que es el que está, en definitiva, pagando más que nadie el azote, ya inmisericorde, del fracaso del sistema. No anda tampoco desencaminado Ralston cuando argumenta que destinar las aportaciones de forma directa al consumidor sería cuando menos un modelo más racional de insuflar liquidez a la banca, porque al fin y al cabo, qué somos sin esta si todo, incluida la crisis, depende de ella, como vemos, y padecemos, en el caso de los créditos hipotecarios. Estamos al límite, pero sobre todo se percibe la sensación de que nada de lo que nos digan se va a cumplir. Lo demuestran las continuas, casi esotéricas, declaraciones de los últimos años. Desde la de los “brotes verdes” a la del inicio de la recuperación para finales de 2013. ¿No es esto, al fin y al cabo, algo de lo que se lleva diciendo a lo largo de todo el último lustro?
No hay peor expectativa que la imposibilidad de creer ya en ella. No se distingue la ironía del cinismo en un sistema que, ya lejos de toda consideración, resulta más que nunca un elemento agresor en el que los daños colaterales se están viendo desmesuradamente sobrepasados, por encima incluso de lo que las frías estadísticas podrían prever.
En toda batalla siempre hay una estimación de bajas y se decide sobre ella en función de las mismas y de la importancia del objetivo. No es este, evidentemente, el caso.
