Reportaje | Viaje al futuro... en cayuco: "A mi madre le dije que venía en avión. Si un día estoy mal, también la llamo y le digo que estoy bien"

El submarino ‘Titán’ revolucionó las redacciones mundiales en junio de 2023, cuando desapareció en aguas estadounidenses. A bordo, cinco personas. Dos de ellas, de la empresa que organizaba el viaje, concebido para buscar los restos del ‘Titanic’; y otras tres, un empresario pakistaní y su hijo y un explorador y millonario británico, que habían pagado 250.000 euros por esta expedición. Hubo minuto y resultado de aquella tragedia mientras, pocos días antes, el pesquero ‘Adriana’ naufragaba frente a la costa de Grecia. Aquella desgracia causó la muerte de entre 500 y 700 personas. No se puede determinar la cifra exacta. Tampoco han trascendido sus nombres y aquello apenas tuvo repercusión mediática.
En una Europa acostumbrada a los cuerpos que llegan a sus costas sedientos, hambrientos y muchas veces sin vida, el ‘Adriana’ era una más de las miles de embarcaciones que cruzan la gran fosa común que es el Mediterráneo. Sólo en 2023, se rescataron 140.000 personas. De las que llegaron a Italia, 11.600 eran niños.
Thierno Sadou dejó de serlo no hace tanto. Tiene 19 años, nació en Senegal y llegó a Tenerife en cayuco, en octubre del año pasado. Su camino se cruzó con el de Abdelahi Amar, de 24 años y mauritano, que desembarcó en El Hierro. Ambos viven ahora en Vilagarcía. Son amigos. Tienen ilusiones, esperanzas y aficiones similares a las de cualquier joven arousano. Con alguna carga más a sus espaldas, eso sí, y una vida muy alejada a la de turistas millonarios. También como la de la mayoría de los que están leyendo. Y la juventud. Esa que permite a Abdelahi, un rapero y activista político en su país, reírse al contar que el disco que tenía grabado se perdió cuando se mojó en la patera, en el viaje de ida a una tierra en la que, ambos aseguran, “todo es muy diferente”. Con los ojos muy abiertos, comentan: “Aquí la gente no tiene hijos”. Se lo dicen, sin saberlo, a una mujer en la cuarentena y sin descendencia. Sus madres tuvieron entre 5 y 6 retoños. “Allí son pocos”, responden los dos al unísono.
De hecho, Abdelahi se vino para España con un hermano, que ahora está en Francia. Con sus familias mantienen contacto con frecuencia. “A mi madre la llamo para decirle que estoy bien. Y si estoy mal, también le digo que estoy bien”, responde el de Mauritania, el que mayor dominio tiene del español. Es su séptimo idioma.
Tú al fútbol, yo al baloncesto
A Thierno le cuesta un poco más, pero se defiende. Ambos se ríen cuando no le sale alguna palabra. En gallego ya tienen clara una frase. “Marcho, que teño que marchar”, sueltan. Donde se maneja a la perfección el de Senegal es en los fogones. Y eso que la comida aquí también es “muy diferente”, dicen agarrándose el estómago. Adoran la tortilla de patatas y Abdelahi ya probó también los pimientos de Padrón, ya que estuvo en una cosecha. “A mí me sale mejor el arroz que a Emilio”, bromea Tierno, mirando hacia Susana.
Susana y Emilio son dos de las manos que los ayudaron. Tras llegar a Canarias, ambos fueron enviados a Valga y, ya en Vilagarcía, conocieron a esta pareja, que les echa una mano con el alojamiento (Thierno está en la casa de San Cibrán, de Cáritas), con el trabajo y con el papeleo. Al de Senegal le acaba de llegar la denegación de protección internacional, un obstáculo que se plantean entre todos y con optimismo. Preparan recurso pero, sobre todo, construyen una pequeña patria en un lugar muy alejado de sus orígenes.
Thierno y Abdelahi ya vivieron su primera Festa da Auga, que recuerdan con entusiasmo. Descubrieron la siesta, que ejerce sobre todo Thierno, quien tiene pequeñas confusiones con los horarios y llega a las nueve cuando quedó a las 19 horas. También practican deporte: El de Mauritania, con su 1,91 de altura, va a probar el baloncesto por primera vez. El senegalés ya entrena en San Miguel de Deiro. Pero lo que han hecho desde que han llegado, sobre todo, ha sido trabajar.

Thierno es una de las manos que está construyendo la futura Clara Campoamor. Pero aspira a un trabajo de construcción más artesanal. “Quiero aprender más a poner ladrillos, no sólo a picar”, edifica Thierno también el lenguaje. Ambos comenzarán, el próximo mes, a trabajar en albañilería, en la reforma de una casa, disciplina en la que se está formando Abdelahi.
En Senegal, Thierno ayudaba a su padre en el campo. “Allí está muy difícil lo del trabajo, lo de la vivienda...”, explica. Los de Abdelahi también son motivos políticos. Milita en el partido que encabeza Biram Dah Abeid, antiesclavista y premio de Naciones Unidas por su lucha por los Derechos Humanos, que en 2024 denunció fraude electoral. “Ganamos, pero no nos dejan gobernar. Lo sacrificamos todo, pero ellos tienen la fuerza militar”, explica el joven.
Ayudar a sus familias
Son motivos para embarcarse en una travesía más que peligrosa. “Puedes morir o vivir, pero hay que tomar la decisión”, explica Thierno. Abdelahi le contó a su madre el qué, pero no el cómo. “Pensó que venía en avión”, recuerda. Aquí llegaron en un otoño de una lluvia que aún tintinea en sus oídos, ya que pasaron mucho tiempo a la intemperie. Pero de las malas experiencias no hacen sangre.
Ni siquiera de las miradas racistas. “Sobre todo cuando estaba en Madrid”, explica el mauritano, contando como una chica le hizo gestos de mono. “Pero sobre todo lo hacen a la espalda”, señalan. No son mayoría y no le dan importancia. Ellos miran hacia adelante, pensando en ayudar a sus familias y, si es posible, incluso en crear las propias aquí.
Mientras tanto, cocinan arroz, duermen siestas, trabajan... Y viven. Que es de lo que se trata. Los barcos humanitarios que el odio quiere hundir cargan historias como la de Abdelahi. Como la de Thierno. Al menos, habrá que contarlas.