Todos somos fodechinchos
El verano boquea en la orilla de septiembre, como esos peces saltarines que se quedan varados entre la espuma del Atlántico y buscan desesperadamente menos aire y más agua, y nos vamos despidiendo en los portales, entre maletones y jaulas con caniches, de los últimos turistas, que se van de Coruña un poco más morenos, algo más gordos y mucho más felices, aunque haciéndose los remolones al pensar en la autovía y la oficina. Este agosto pasado, como casi todos los últimos agostos, se puso de moda motejar a esta buena gente como fodechinchos, esa palabra fabricada entre el verbo foder (vamos a suponer que, en su versión light, significa molestar) y el sustantivo chincho, que en el sur de Galicia viene a ser lo que en Coruña llamamos jurel. Al parecer, alguien llegó a la conclusión de que estas familias de más allá de Pedrafita y Padornelo sólo vienen a lo barato, a los chinchos, y tienen extrañas costumbres, como aparcar su coche en las rampas de los puertos con marea baja para descubrir horas más tarde, al volver de la playa o del chiringuito, que el Atlántico no es una piscina y que la marea alta se ha merendado el vehículo.
Hasta ahí, todo correcto. A mí, así en general, todo lo que sea echar unas risas sin mayor trasfondo, me parece muy bien. Especialmente si uno, antes de reírse de los demás, es capaz de reírse de sí mismo, que es el orden natural de las cosas en el humor y en tantas otras facetas de la vida. Pero cuando los entrañables chascarrillos sobre los turistas, que se gastan en todos los rincones del planeta, degeneran en turismofobia (qué palabra más repulsiva, como todas las que terminan en fobia) y en la cacería tuitera del madrileño de vacaciones, la verdad es que no acabo de verle el mérito –ni mucho menos la gracia– al asunto.
Más que nada porque deberíamos pensar que, a final de cuentas, todos somos los fodechinchos de alguien. Por mucho que la galleguidad de nuestros antepasados se pueda rastrear hasta Prisciliano, cuando los coruñeses –incluso los coruñeses más cool y con más pedigrí– desembarcamos masivamente en el Náutico de San Vicente, no dejamos de ser los fodechinchos de los pacientes vecinos del Grove, a los que vamos a dar la tabarra con nuestros coches mal aparcados y nuestra devoción por Leiva. Y cuando intentamos explicar a los nativos de Vilanova que sabemos más de ellos que ellos mismos, porque hemos leído en profundidad a Valle-Inclán y Camba, estamos elevando el arte de fodechinchear a la categoría del ‘cuñadismo’.
Una de estas mañanas de verano, tomando un café en una terraza, escuché sin querer a un par de cuarentones que estaban contándose las vacaciones el uno al otro, propinándose una innecesaria y cruenta paliza de topónimos y fotos en el móvil, cuando capté estas frases al vuelo:
–¿Pero entonces me recomiendas la Costa Amalfitana?
–Mira, está muy bien, pero hay demasiados turistas.
Confieso que tuve que agarrarme a la silla para reprimir las ganas de levantarme y, con humildad franciscana, preguntarle al replicante:
–Disculpe, pero entonces ¿usted no era uno de esos turistas? ¿O es que tiene segunda residencia en la Costa Amalfitana?
Finalmente pude sujetarme y pudieron seguir denostando a los turistas, que por supuesto eran los otros, porque ellos eran viajeros al puro estilo Paul Bowles.
Detrás de este desprecio al turismo de masas, no nos engañemos, lo que hay no es un desprecio al turismo, sino a las masas. Lo que molesta al odiador no son aquellos ultrarricos viajeros de antaño, que se aburrían muchísimo durante varias semanas en un hotelito de la costa y, como no tenían nada mejor que hacer, según nos contó Agatha Christie, se iban matando unos a otros por turnos, pero sin maldad, sólo para pasar el rato. No, lo que desata las iras de los iracundos es la democratización del turismo y que, en lugar de unas refinadas élites de exquisitos millonarios, nos visiten familias normales como la nuestra, sin mucha pasta en la cartera y con sobrinos gorditos de gafas rotas que le pegan collejas a su prima, la de la prótesis dental pagada a plazos.
Será que soy un antiguo y no entiendo bien estos odios colectivos de la modernidad, pero confieso que no tengo nada en contra de los benditos veraneantes, que disponiendo de tantos destinos donde elegir por el mundo adelante, regresan cada año a Coruña porque les encanta. Y además confieso que los comprendo porque, cuando en agosto deambulo durante unos días por el sur de Galicia, también me veo un poco fodechincho y sólo puedo sentir gratitud por los paisanos, que siempre me acogen con tanto cariño, tanto cielo azul y tantas cosas maravillosas para comer, beber y querer.
