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Repugna a la más elemental sensibilidad y respeto por los derechos del hombre, leer y oír a algún que otro opinante añadir a la tímida condena al atentado de Alejo Vidal la coletilla: “No comparto sus ideas” o “desde las antípodas de sus ideas”. Dar, al fin, pábulo a una idea perversa, la de ese algo en sus ideas que nos impide condenar la agresión sin reserva de ninguna clase.

Lo que compartimos con Alejo en estos momentos es nuestra humana condición y de su mano, la libertad de pensamiento y expresión. Por eso, qué importa nuestra posición ideológica, filosófica o teológica respecto a él y frente a los que planearon y ejecutaron esa brutalidad, la de intentar asesinarlo, acto que no consiente justificación alguna.

Habrá quien afirme: No todas las ideas valen. Y es cierto, pero en la misma medida las nuestras tampoco les valen a otros muchos. Es más, ellas también pueden resultarles sospechosas a las ideas de otro alguien que no las consienta.  Esa es la razón de mi afirmación, porque todos somos susceptibles de ser percibidos como un peligro por nuestras ideas.

Ante esa eventualidad, ¿qué hacer?, ¿no pensar?, ¿pensar igual que aquellos a los que molestas? o ¿pensar para no pensar? Cualquier opción nos conduce a algo peor que el denostado pensamiento único, capaz, cuando menos, de aunar a la parálisis mental, una especie de idiocia colectiva en la que cada uno va sin idea de nada en busca de su ideal.